Durante el reciente viaje a Chile, el papa Francisco, interpelado por algunos periodistas a propósito de los casos de pedofilia que alcanzan a la cúpula de la Iglesia chilena, ha querido minimizar las acusaciones, atrayéndose indignación y protestas –muy duras– de gran parte de la oposición. Recordemos los asaltos a las sedes episcopales y a las catedrales. Ahora, tras los materiales recogidos por su enviado Charles Scicluna (investigación imprescindible después de que las mentiras de la jerarquía de la Iglesia chilena resultaran insostenibles), Bergoglio ha tenido que cambiar de actitud.
Scicluna ha recogido nada menos que sesenta y cuatro testimonios entre Nueva York y Santiago de Chile, construyendo un expediente de dos mil trescientas páginas que ha depositado en el Vaticano el pasado 20 de marzo. Verdaderamente, la Iglesia chilena sale malparada, siempre infravalorando las acusaciones y rechazando escuchar a quien las hacía. Al Papa no le ha quedado otra que dar marcha atrás y escribir una carta a los obispos chilenos, hecha pública posteriormente, en la que afirma:
“Por cuanto me compete, reconozco y así quiero que lo transmitáis fielmente, que he cometido graves equivocaciones de valoración y de percepción de la situación, especialmente por falta de información veraz y equilibrada. Y desde ahora pido perdón a todos aquellos que he ofendido, y espero poderlo hacer personalmente en las próximas semanas en los encuentros que mantendré con los representantes de las personas que han testificado”.
Scicluna ha recogido nada menos que sesenta y cuatro testimonios entre Nueva York y Santiago de Chile, construyendo un expediente de dos mil trescientas páginas que ha depositado en el Vaticano el pasado 20 de marzo. Verdaderamente, la Iglesia chilena sale malparada, siempre infravalorando las acusaciones y rechazando escuchar a quien las hacía. Al Papa no le ha quedado otra que dar marcha atrás y escribir una carta a los obispos chilenos, hecha pública posteriormente, en la que afirma:
“Por cuanto me compete, reconozco y así quiero que lo transmitáis fielmente, que he cometido graves equivocaciones de valoración y de percepción de la situación, especialmente por falta de información veraz y equilibrada. Y desde ahora pido perdón a todos aquellos que he ofendido, y espero poderlo hacer personalmente en las próximas semanas en los encuentros que mantendré con los representantes de las personas que han testificado”.
En el centro de los sucesos escabrosos se encuentra, entre otros, el obispo Juan Barros, colaborador de Fernando Karadima; este último, depredador en serie de menores, ha gozado durante mucho tiempo de la cobertura de los altos exponentes de la jerarquía eclesiástica, mientras que su protector Barros siempre ha negado estar al tanto de los actos cometidos por su colaborador, y el papa Francisco lo ha creído y defendido.
Ahora el Papa agradece a los medios de comunicación su trabajo, así como a todos los protagonistas por evitar transformar la investigación de Scicluna en un “circo mediático”. Y en la carta citada, añade: “Ahora, tras una lectura meditada de los actos de esta ‘misión especial’, creo poder afirmar que todos los testimonios recogidos hablan de forma descarnada y sin ambages de muchas vidas crucificadas, y confieso que eso me causa dolor y vergüenza”.
Más allá de las palabras y del eventual dolor, permanece el hecho de que la Iglesia está entrampada en sus contradicciones, y difícilmente podrá escapar de ese callejón sin salida.
La pedofilia continúa acechando el Trono de San Pedro más que otra amenaza, y en el Vaticano ya no saben qué inventar para recuperar la credibilidad y tapar las grietas. En ese sentido, el pasado 6 de mayo, con ocasión de la XXII Jornada dedicada a los niños víctimas de la pedofilia, el Vaticano ha organizado una gran manifestación en la plaza de San Pedro para demostrar su voluntad y empeño en este delicado tema. Pero dejadme decir, queridos lectores, que la escenografía de la plaza papal escogida para la Jornada, con sus columnas, parece representar dos grandes brazos de ogro que van a atrapar el cuerpo de un niño indefenso; no servirán los teléfonos azules o las asociaciones clericales como Meter Onlus del padre Fortunato Di Noto, cura de Avola (Siracusa), ahora identificado con la denuncia de la pornografía infantil en internet, para mistificar una tristísima realidad: la Iglesia católica es una factoría de pedófilos, y continuará siéndolo porque la homofobia reside en su naturaleza fundacional.
Desde la ciudad de Ragusa (Italia), me señalan una iniciativa singular y de algún modo escandalosa: gais y familiares asociados a una sociedad específica, intentan encontrar una conciliación con la Iglesia. El pasado 21 de abril se ha celebrado una conferencia en los salones del Centro Social de los jesuitas, con la presencia del magistrado Eduardo Savarese, autor de la Carta de un homosexual a la Iglesia de Roma; se trata de una obra en la que se pretende, no sin esfuerzo y forzando mucho las cosas, demostrar la conciliación de la condición homosexual con los textos sagrados cristianos y católicos, deseando para sí y sus amigos un puestecito dentro de la gran familia clerical. La iniciativa, promovida por la AGEDO –Asociación de Padres y Amigos de Homosexuales– ha planteado el problema de la posibilidad para los gais y sus familiares de ser verdaderamente acogidos por la Iglesia, como si no fuese la propia Iglesia la que durante siglos ha determinado su discriminación, quemándolos en las hogueras, condenándolos a galeras, al escarnio, al desprecio, a la marginación, construyendo coartadas morales y políticas para un genocidio cuyos márgenes numéricos apenas han sido sondeados. La Iglesia, con su comportamiento todavía hoy revalidado en sus textos sagrados y en el nuevo Catecismo, ha proporcionado las bases culturales que hasta ahora mismo dan fuerza a la homofobia.
Afortunadamente, me dicen que en la provincia en la que se producen estas extrañas operaciones de salvación del alma, otros individuos, siempre del mundo gai, se indignan y rebaten su neta distancia con los protagonistas y sus absurdas posiciones.
Ahora el Papa agradece a los medios de comunicación su trabajo, así como a todos los protagonistas por evitar transformar la investigación de Scicluna en un “circo mediático”. Y en la carta citada, añade: “Ahora, tras una lectura meditada de los actos de esta ‘misión especial’, creo poder afirmar que todos los testimonios recogidos hablan de forma descarnada y sin ambages de muchas vidas crucificadas, y confieso que eso me causa dolor y vergüenza”.
Más allá de las palabras y del eventual dolor, permanece el hecho de que la Iglesia está entrampada en sus contradicciones, y difícilmente podrá escapar de ese callejón sin salida.
La pedofilia continúa acechando el Trono de San Pedro más que otra amenaza, y en el Vaticano ya no saben qué inventar para recuperar la credibilidad y tapar las grietas. En ese sentido, el pasado 6 de mayo, con ocasión de la XXII Jornada dedicada a los niños víctimas de la pedofilia, el Vaticano ha organizado una gran manifestación en la plaza de San Pedro para demostrar su voluntad y empeño en este delicado tema. Pero dejadme decir, queridos lectores, que la escenografía de la plaza papal escogida para la Jornada, con sus columnas, parece representar dos grandes brazos de ogro que van a atrapar el cuerpo de un niño indefenso; no servirán los teléfonos azules o las asociaciones clericales como Meter Onlus del padre Fortunato Di Noto, cura de Avola (Siracusa), ahora identificado con la denuncia de la pornografía infantil en internet, para mistificar una tristísima realidad: la Iglesia católica es una factoría de pedófilos, y continuará siéndolo porque la homofobia reside en su naturaleza fundacional.
Desde la ciudad de Ragusa (Italia), me señalan una iniciativa singular y de algún modo escandalosa: gais y familiares asociados a una sociedad específica, intentan encontrar una conciliación con la Iglesia. El pasado 21 de abril se ha celebrado una conferencia en los salones del Centro Social de los jesuitas, con la presencia del magistrado Eduardo Savarese, autor de la Carta de un homosexual a la Iglesia de Roma; se trata de una obra en la que se pretende, no sin esfuerzo y forzando mucho las cosas, demostrar la conciliación de la condición homosexual con los textos sagrados cristianos y católicos, deseando para sí y sus amigos un puestecito dentro de la gran familia clerical. La iniciativa, promovida por la AGEDO –Asociación de Padres y Amigos de Homosexuales– ha planteado el problema de la posibilidad para los gais y sus familiares de ser verdaderamente acogidos por la Iglesia, como si no fuese la propia Iglesia la que durante siglos ha determinado su discriminación, quemándolos en las hogueras, condenándolos a galeras, al escarnio, al desprecio, a la marginación, construyendo coartadas morales y políticas para un genocidio cuyos márgenes numéricos apenas han sido sondeados. La Iglesia, con su comportamiento todavía hoy revalidado en sus textos sagrados y en el nuevo Catecismo, ha proporcionado las bases culturales que hasta ahora mismo dan fuerza a la homofobia.
Afortunadamente, me dicen que en la provincia en la que se producen estas extrañas operaciones de salvación del alma, otros individuos, siempre del mundo gai, se indignan y rebaten su neta distancia con los protagonistas y sus absurdas posiciones.
Fray Dudoso