Hoy se cumplen 100 años exactos del inicio de la huelga de La Canadiense, que nos convirtió en el primer país de Europa en conseguir la jornada laboral de 8 horas.
Fueron 44 días de huelga que involucraron a toda la sociedad catalana en una serie de hitos que hoy serían imposibles:
Todo empezó con el despido de un puñado de oficinistas que reclamaban mejores condiciones. Sus compañeros, en vez de darles la espalda, les respaldaron y fueron también despedidos, lo que a su vez provocó una reacción en cadena. Cuando se quisieron dar cuenta, media Barcelona se había declarado en huelga.
Igualito que hoy, ¿no?
Pero la respuesta de los trabajadores no tuvo nada de espontánea. Los obreros, la mayoría analfabetos, llevaban décadas organizándose para intentar mejorar sus paupérrimas condiciones de vida y defenderse de la explotación laboral.
Una de esas organizaciones, la CNT, consigue dar con la clave imitando a los sindicatos franceses: En vez de agruparse por oficios, los obreros se agruparían por ramos de la producción (la construcción, el transporte, etc.), lo que les permitía parar sectores estratégicos de golpe y huelgas masivas en escalada.
En la huelga de La Canadiense se puso en práctica esta estrategia por primera vez. Pillaron a la los empresarios por sorpresa. Nunca se habían enfrentado a nada igual.
Hoy en día la prensa habría dedicado toda una campaña de difamación que habría conseguido poner a la población en contra de los huelguistas, como hacen con taxistas, estibadores y mineros, pero aquéllos eran otros tiempos. Los trabajadores de los periódicos se negaron a publicar nada que tuviera relación con la huelga.
A su vez, los trabajadores de los sectores que no habían parado daban buena parte de su sueldo a las familias de los huelguistas. No porque les sobrara el dinero precisamente, sino porque eran conscientes de que estaba en juego el futuro de todos. En 44 días de huelga a nadie le faltó de comer.
Los empresarios catalanes estaban aterrorizados ante semejante exhibición de solidaridad y pidieron a Madrid que pusiera cartas en el asunto. El Gobierno declaró el Estado de Guerra, probablemente buscando un baño de sangre, pero cuando el ejército llegó a Barcelona se encontraron las calles desiertas. Nadie cayó en la provocación.
Los militares intentaron poner en marcha las maquinarias por su cuenta pero no fueron capaces, así que publicaron un bando que obligaba a 3000 trabajadores a acudir bajo régimen militar a las fábricas. Pero, inaudito, ni uno solo se presentó en el puesto de trabajo y tuvieron que encarcelarlos. La prisión de Monjuïc se llenó hasta los topes y acabaron metiendo a los desobedientes en los camarotes de los barcos militares del puerto, los “piolines” de la época, porque parece que todo ha cambiado pero todo sigue igual.
Y lo que le faltaba al Gobierno: Los sindicatos de Madrid dijeron que o se atendía a las peticiones de los hermanos catalanes, o España entera iría también a la huelga. Porque la solidaridad obrera siempre ha estado muy por encima de las banderas de unos y otros.
Temiendo que todo desembocara en una revolución, el Gobierno obligó a los empresarios catalanes a negociar con los huelguistas y finalmente hubo acuerdo: Libertad para los detenidos, readmisión de los despedidos, mejoras laborales, jornada de 8 horas.
Ha pasado un siglo de aquello. Hoy, con la que nos está cayendo en forma de contratos de prácticas, becarios, falsos autónomos, trabajo en negro, horas extras… Igual podríamos tomar nota.